Generación COVID ¿generación perdida?

Según la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) unos 177 millones de niños y jóvenes han visto interrumpida su enseñanza escolarizada en la región. De ellos, 27 millones corresponden a estudiantes universitarios de América Latina y el Caribe (ALC), de los que dos y medio millones, en condiciones normales, se habrían estado graduando en 2020. Probablemente esto ya no sucederá, o no en los formatos, dimensiones y calendarios habituales, y, si ocurre, se enfrentarán a un mundo distinto al que imaginaron cuando, hace cuatro o cinco años, empezaron sus estudios superiores.

Ahora, a menos que los formuladores de políticas públicas, las autoridades universitarias, la cooperación internacional y la comunidad empresarial puedan encontrar pronto alternativas novedosas y viables para integrar productivamente a esos egresados, su destino a corto plazo puede ser una verdadera tragedia humana, económica y social para ellos, sus familias y sus países. Pongamos las cosas en perspectiva.

Por efecto de una serie de variables, entre ellas la expansión de las clases medias,  la transición demográfica y los programas de becas y préstamos, la tasa bruta de matriculación en educación superior vino creciendo aceleradamente en ALC: mientras en 2000 alcanzó 21 por ciento, en 2018 mostraba ya, de acuerdo con la OEI y UNESCO, un valor del 50.6 por ciento. Más aún: aunque no se tienen datos agregados para todos los países de la región, se estima que la incorporación de jóvenes de familias pobres explica aproximadamente el 45 por ciento de ese incremento. Si el impacto económico de la crisis sanitaria es tan grave como se pronostica ¿puede esta generación estudiantil convertirse en una generación perdida? Veamos.

Una de las expresiones más interesantes de la emergencia ha sido la explosión de reportes, diagnósticos, encuestas o estudios acerca de cómo abordar provisionalmente la anormalidad escolar (solo Google arroja mil 190 millones de resultados a la entrada “Covid y educación”) lo que evidentemente se explica por la necesidad de identificar información sobre buenas prácticas y modalidades para proveer un cierto servicio educativo en casa, usar la tecnología, preparar materiales didácticos, atenuar pérdidas de aprendizaje o aplicar evaluaciones, todo lo cual suena bien.

Lo que es menos claro, sin embargo, es el tratamiento fino respecto de grupos específicos como los estudiantes universitarios que egresan este año, en plena recesión, o lo harán en los dos siguientes que serán, si acaso, menos malos.

Por consecuencia, la primera asignatura es entender el aspecto humano, esto es, psicológico y emocional, del nuevo egresado que recién pensaba en sus opciones profesionales. No disponemos aún de información concluyente, pero algunas cifras parecen alarmantes. En Estados Unidos, por ejemplo, encuestas de abril pasado (Active Minds) muestran que entre el 80 y el 91 por ciento de los estudiantes universitarios están padeciendo sentimientos profundos de estrés, depresión, ansiedad o soledad, lo que tendrá un efecto relevante sobre su equilibrio personal y puede llegar, como sugiere una guía reciente de la OCDE y Harvard, a agotar “las reservas psicológicas de todos, incluidos estudiantes y maestros”.

Es urgente, por tanto, la formulación y la ejecución de una política orgánica y de largo alcance en los sistemas universitarios para ayudar a los estudiantes a recuperar la seguridad y la confianza en su presente; pensar en su futuro en un contexto frágil, impredecible y sombrío, y sobre todo reconstruir el “circuito de recompensa” (emocional, motivacional y cognitivo) para que puedan incorporar este drama al resto de su existencia y su entorno, y estar en condiciones de salir adelante.

La segunda prioridad es afrontar la crisis del empleo entre los egresados. Partamos de que todas las estimaciones económicas son muy malas, que la salida puede no ser rápida y que por factores diversos la inserción laboral de los universitarios ya exhibía antes y durante la pandemia serias dificultades; en el caso de México, por ejemplo, el grupo más afectado por la pérdida de empleos registrados en el IMSS en mayo fue el de los menores de 29 años. Ahora no funcionarán las transferencias directas o temporales, al menos para este colectivo, sino que es indispensable articular y financiar, con presupuesto público, políticas focalizadas que faciliten la absorción de un capital humano calificado, en el que ya se invirtió, en los sectores más productivos y que muestren una tendencia más rápida hacia la recuperación. De otra suerte, ese talento ya formado puede traducirse en una pérdida tal vez irreparable.

La tercera cuestión es el financiamiento público. Las universidades enfrentarán, lo mismo en ALC que en Europa, una agria competencia por la asignación de recursos contra el gasto en salud y los programas de estímulos económicos. Por ende, es imperativo que las autoridades educativas y universitarias demuestren que bajo ciertas condiciones y supuestos, entre ellos que las diferencias de ingresos responden a la mayor o menor disponibilidad de capital humano bien calificado en relación con su oferta, el gasto eficiente en educación superior obtiene no solo un retorno mucho más elevado para un país y a mediano plazo se paga solo, sino que también mejora los niveles de productividad, innovación y competitividad, variables clave para los sectores ganadores en la fase post-Covid.

Finalmente, en algunos países, una de las fuentes más dañinas de inestabilidad emocional y económica será la imposibilidad de pagar las deudas estudiantiles, problema que ya se arrastraba, ahora acentuado si consideramos que en ALC la provisión privada de educación superior representa ya, en promedio, 50 por ciento de la matrícula total, y 35.2 por ciento en el caso de México.  Solo en EEUU hay 44 millones de personas con este tipo de adeudos por 1.5 trillones de dólares (más intereses a tasa fija de hasta 9.6 por ciento) y 4 de cada 10 tal vez no alcanzarán a pagarse en una vida laboral. 

En Chile, donde más del 70 por ciento de los estudiantes va a una universidad particular y tiene un modelo muy peculiar de financiamiento privado con aval del estado, 616 mil estudiantes deben unos 4 mil 500 millones de dólares y el 27% estaba en mora desde antes, y algo parecido sucede en Colombia. En México se estima que menos del 1% de los estudiantes recurren a crédito privado para pagar su carrera. Con la crisis económica, es evidente que no podrán pagarse esas deudas y los gobiernos deberán instrumentar un programa selectivo de rescate, semejante a los que se aplicaron en el pasado, por ejemplo, con el sector financiero.

En suma, si se quiere evitar que las opciones de recuperación, crecimiento y desarrollo de los países de la región estén condenadas al fracaso, los gobiernos tendrán que darle la máxima prioridad política y presupuestal a una educación innovadora y de calidad. De ello dependerá evitar que esta sea, también, la era de una generación perdida.

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