En la periferia se recibe doble castigo: de las instituciones de nuestro país y de la delincuencia que los rodea. Por cierto, esto no es nuevo, pero este doble castigo se ha visto exacerbado con las manifestaciones. La indignación que espeta al país por los abusos institucionales es una indignación que formó a los pobres de nuestro país.
Pero además de esta indignación, la periferia sufre la indignación de que droguen a tus hijos, y les roben, y tener que salir con cuchillos a tomar la micro para tu trabajo, porque claro, aún es de noche, y te tienes que defender. Ahora, esta vida indigna se ha hecho más indigna. Las instituciones abusan a destajo, al igual que los narcos y delincuentes.
Si bien se pueden entender como necesarios ciertos actos de violencia inicial con una institucionalidad tan poco representativa, lo que está ocurriendo ahora no cumple ninguna función a la, que no quepa dudas, legítima y necesaria manifestación. Cumple función al crimen, y una mejor función al crimen organizado.
Frente a esto, la izquierda ha planteado una falsa dicotomía: la violencia institucional ha sido peor, o más larga, que la de las calles. Aunque evidentemente no son comparables, ambas pueden y deben ser condenables. Se puede entender que aquellos jóvenes de Providencia o Ñuñoa enaltezcan a los capuchas: en su mundo, jamás se vive lo que se vive en la periferia. Ellos no viven las consecuencias de lo que enaltecen. Pero que nuestros representantes sean tibios en condenar los actos de violencia, jugando a un falso empate, nos muestra o el grado de desconexión en el que viven, o estupidez, o cobardía, que por supuesto, no se entiende, ni se justifica, ni se tolera.
Peor aún, la izquierda privilegiada, que por lo mismo tiene voz fuerte y clara, grita y enarbola banderas y deberes para con el resto de la población con un ímpetu que hace patente su clase social. ¡Y cuidado con estar en desacuerdo con estos jefes de izquierda! Puesto que el ostracismo es una alternativa a mano, similar a la desvinculación laboral que ejercen nuestros jefes.
La laxitud de la izquierda posterga aún más a la periferia. Indigna aún más, aunque ya sea difícil estarlo. Garantiza una vida indigna.
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